viernes, 25 de enero de 2013

Desposorio de la Virgen María con San José XXV

María vivía entre tanto en el Templo con otras muchas jóvenes bajo la custodia de las piadosas matronas, ocupadas en bordar, en tejer y en labores para las colgaduras del Templo y las vestiduras sacerdotales. También limpiaban las vestiduras y otros objetos destinados al culto divino. 

Cuando llegaban a la mayoría de edad, se las casaba. Sus padres las habían entregado totalmente a Dios y entre los israelitas más piadosos existía el presentimiento que de uno de esos matrimonios se produciría el advenimiento del Mesías.

Cuando María tenía catorce años y debía salir pronto del Templo para casarse, junto con otras siete jóvenes, vi a Santa Ana visitarla en el Templo. Al anunciar a María que debía abandonar el Templo para casarse, la vi profundamente conmovida, declarando al sacerdote que no deseaba abandonar el Templo, pues se había consagrado sólo a Dios y no tenía inclinación por el matrimonio. A todo esto le fue respondido que debía aceptar algún esposo. La vi luego en su oratorio, rezando a Dios con mucho fervor. 

Recuerdo que, teniendo mucha sed, bajó con su pequeño cántaro para recoger agua de una fuente o depósito, y que allí, sin aparición visible, escuchó una voz que la consoló, haciéndole saber al mismo tiempo, que era necesario aceptar ese casamiento. Aquello no era la Anunciación, que me fue dado ver más tarde en Nazaret. Creí, sin embargo, haber visto esta vez, la aparición de un ángel. En mi juventud confundí a veces este hecho con la Anunciación, creyendo que había tenido lugar en el Templo.

Vi a un sacerdote muy anciano, que no podía caminar: debía ser el Sumo Pontífice. Fue llevado por otros sacerdotes hasta el Santo de los Santos y mientras encendía un sacrificio de incienso, leía las oraciones en un rollo de pergamino colocado sobre una especie de atril. Hallándose arrebatado en éxtasis tuvo una aparición y su dedo fue llevado sobre el pergamino al siguiente pasaje de Isaías: "Un retoño saldrá de la raíz de Jessé y una flor ascenderá de esa raíz". Cuando el anciano volvió en sí, leyó este pasaje y tuvo conocimiento de algo al respecto. 

Luego se enviaron mensajeros a todas las regiones del país convocando al Templo a todos los hombres de la raza de David que no estaban casados. Cuando varios de ellos se encontraron reunidos en el Templo, en traje de fiesta, les fue presentada María. Entre ellos vi a un joven muy piadoso de Belén, que había pedido a Dios, con gran fervor, el cumplimiento de la promesa: en su corazón vi un gran deseo de ser elegido por esposo de María. 

En cuanto a Ella, volvió a su celda y derramó muchas lágrimas, sin poder imaginar siquiera que habría de permanecer siempre virgen. 

Después de esto vi al Sumo Sacerdote, obedeciendo a un impulso interior, presentar unas ramas a los asistentes, ordenando que cada uno de ellos la marcara una con su nombre y la tuviera en la mano durante la oración y el sacrificio. Cuando hubieron hecho esto, las ramas fueron tomadas nuevamente de sus manos y colocadas en un altar delante del Santo de los Santos, siéndoles anunciado que aquél de entre ellos cuya rama floreciere sería el designado por el Señor para ser el esposo de María de Nazaret.

Mientras las ramas se hallaban delante del Santo de los Santos, siguió celebrándose el sacrificio y continuó la oración. Durante este tiempo vi al joven, cuyo nombre quizás recuerde, (y que la Tradición llama Agabus) invocar a Dios en una sala del Templo, con los brazos extendidos, y derramar ardientes lágrimas, cuando después del tiempo marcado, les fueron devueltas las ramas anunciándoles que ninguno de ellos había sido designado por Dios para ser esposo de aquella Virgen.

Volvieron los hombres a sus casas y el joven se retiró al monte Carmelo, junto con los sacerdotes que vivían allí desde el tiempo de Elías, quedándose con ellos y orando continuamente por el cumplimiento de la Promesa.

Luego vi a los sacerdotes del Templo buscando nuevamente en los registros de las familias, si quedaba algún descendiente de la familia de David que no hubiese sido llamado. Hallaron la indicación de seis hermanos que habitaban en Belén, uno de los cuales era desconocido y andaba ausente desde hacía tiempo. Buscaron el domicilio de José, descubriéndolo a poca distancia de Samaria, en un lugar situado cerca de un riachuelo. Habitaba a la orilla del río y trabajaba bajo las órdenes de un carpintero. 

Obedeciendo a las órdenes del Sumo Sacerdote, acudió José a Jerusalén y se presentó en el Templo. Mientras oraban y ofrecían sacrificio pusiéronle también en las manos una vara, y en el momento en que él se disponía a dejarla sobre el altar, delante del Santo de los Santos, brotó de la vara una flor blanca, semejante a una azucena; y pude ver una aparición luminosa bajar sobre él: era como si en ese momento José hubiese recibido al Espíritu Santo. Así se supo que éste era el hombre designado por Dios para ser prometido de María Santísima, y los sacerdotes lo presentaron a María, en presencia de su madre. María, resignada a la voluntad de Dios, lo aceptó humildemente, sabiendo que Dios todo lo podía, puesto que Él había recibido su voto de pertenecer sólo a Él.

Ceremonia nupcial

Las bodas de María y José, que duraron de seis a siete días, fueron celebradas en Jerusalén en una casa situada cerca de la montaña de Sión que se alquilaba a menudo para ocasiones semejantes. Además de las maestras y compañeras de María de la escuela del Templo, asistieron muchos parientes de Joaquín y de Ana, entre otros un matrimonio de Gofna con dos hijas. Las bodas fueron solemnes y suntuosas, y se ofrecieron e inmolaron muchos corderos como sacrificio en el Templo. 

He podido ver muy bien a María con su vestido nupcial. Llevaba una túnica muy amplia abierta por delante, con anchas mangas. Era de fondo azul, con grandes rosas rojas, blancas y amarillas, mezcladas de hojas verdes, al modo de las ricas casullas de los tiempos antiguos. El borde inferior estaba adornado con flecos y borlas. 

Encima del traje llevaba un manto celeste parecido a un gran paño. Además de este manto, las mujeres judías solían llevar en ciertas ocasiones algo así como un abrigo de duelo con mangas. El manto de María caíale sobre los hombros volviendo hacia adelante por ambos lados y terminando en una cola. 

Llevaba en la mano izquierda una pequeña corona de rosas blancas y rojas de seda; en la derecha tenía, a modo de cetro, un hermoso candelero de oro sin pie, con una pequeña bandeja sobrepuesta, en el que ardía algo que producía una llama blanquecina. Ana había traído el vestido de boda, y María, en su humildad, no quería ponérselo después de los esponsales.

Las jóvenes del Templo arreglaron el cabello de María, terminando el tocado en muy breve tiempo. Sus cabellos fueron ajustados en torno a la cabeza, de la cual colgaba un velo blanco que caía por debajo de los hombros. Sobre este velo le fue puesta una corona.

La Virgen María es rubia

La cabellera de María era abundante, de color rubio de oro, cejas negras y altas, grandes ojos de párpados habitualmente entornados con largas pestañas negras, nariz de bella forma un poco alargada, boca noble y graciosa, y fino mentón. Su estatura era mediana. 

Vestida con su hermoso traje, era su andar lleno de gracia, de decencia y de gravedad. Vistióse luego para la boda con otro atavío menos adornado, del cual poseo un pequeño trozo que guardo entre mis reliquias. Las personas acomodadas mudaban tres o cuatro veces sus vestidos durante las bodas. Llevó este traje listado en Caná y en otras ocasiones solemnes. A veces volvía a ponerse su vestido de bodas cuando iba al Templo. En ese traje de gala, María me recordaba a ciertas mujeres ilustres de otras épocas, por ejemplo a Santa Elena y a Santa Cunegunda, aunque distinguiéndose de ellas por el manto con que se envolvían las mujeres judías, más parecido al de las damas romanas. Había en Sión, en la vecindad del Cenáculo, algunas mujeres que preparaban hermosas telas de todas clases, según pude ver a propósito de sus vestidos. 

José llevaba un traje largo, muy amplio, de color azul con mangas anchas y sujetas al costado por cordones. En torno al cuello tenía una esclavina parda o más bien una ancha estola, y en el pecho colgábanle dos tiras blancas. He visto todos los pormenores de los esponsales de María y José: la comida de boda y las demás solemnidades; pero he visto al mismo tiempo otras tantas cosas. Me encuentro tan enferma, tan molesta de mil diversas formas, que no me atrevo a decir más para no introducir confusión en estos relatos.